Precioso se vio cayendo. Sabíase perdedor en su juego.
Creyó un día al mirar al cielo, ver entre luces palabras de fuego.
Al final de la Tierra imaginó su salvación. Entre nubes de encanto soñó encontrar algún lugar donde yacer eternamente.
Virtió la sal de lágrimas no derramadas en ocultos cuencos que nadie pudo ver. Escondió de otras miradas la congoja de una herida que volvía a abrir cada día. Privó al mundo de su sonrisa y sus palabras por considerarse indigno de perdones y alabanzas. Resolvió sobre su vida no hacer nada más que arder.
Acabó una noche en algún sitio aquel martirio autoimpuesto. A los oídos de la luna hizo llegar todos sus lamentos. Liberó a sus hombros del peso de aquella carga. Alimentó al mar de la desolación con el caudal de su río interior. Atravesó todos sus límites. Cayó en cuenta de la inutilidad de su existencia. Maldijo el momento en que abrió sus ojos y, antes de verla partir, regaló a esa luna que supo escucharlo atenta, las cenizas de sus ser. Murió consumido por su propia estupidez.