Un post largo... Simplemente porque quien quiera leer, leerá y quien no... Bueno, simplemente no...
Este cuento debería tener nombre... Cuando lo tenga se lo pondré... Mientras tanto, se quedará así...
“¡Cuánta belleza!”, exclamó mientras pasaban bajo el cartel que les daba la bienvenida.
Desde esta perspectiva el panorama se le presentaba como una hilera casi perfectamente alineada de techos de chapa herrumbrados, otrora relucientes bajo el sol del Trópico.
El pasacassette reproducía “Pétalo de sal”. ¡Como amaba esa canción! Nunca lo había revelado, pero desde el verano de 1992 mantenía con ella una íntima obsesión. Su cabeza, a modo de disco rayado, repetía constantemente la melodía, que hasta influía en casi la totalidad de su vida y personalidad.
No podía jactarse de tener experiencia en recorrer grandes distancias. Había hecho poco más de 20 viajes, pero éste era recién el segundo que superaba los 300 kilómetros, y aún así había sido sólo 500 kilómetros más largo que el anterior, aunque pensaba extenderlo.
Desde esa colina veía perfectamente la totalidad de la ciudad, que en su mente se plasmaba, con expresión surrealista, como la vista de un campo color borravino, cuya intensidad, por un lado, se pierde en el límite que marca la costa y, por el otro, se humilla ante la grandeza de las montañas, pidiendo perdón por atreverse a llamar la atención.
Si bien pensaba continuar el viaje, desde el momento en que cruzó el llamado “Pórtico del Sol”, intuyó que ese pueblo tendría más para ofrecerle que sólo alojamiento pasajero.
Luego de despedirse agradeciendo infinitamente al buen samaritano que, de muy buena gana, lo había transportado, se instaló en una hostería y dio un corto paseo por los alrededores.
Caminó por una gran avenida, muy concurrido, que no le agradó. “Para ese burdo estilo cosmopolita me basta con mi ciudad”, solía decir ante tales lugares. Dobló en una esquina y se sintió aliviado al recorrer calles angostas, abarrotadas de casas que habían presenciado siglos de historia y pequeños almacenes. Nada de esos grandes comercios que vulgarizan ambientes tan bien conservados bajo la excusa del progreso. Finalmente, escondido al final de la calle sobre la que se hallaba la hostería, había un bar.
No se encontraba con ánimos de trasnochar, por lo que recorrió las tres cuadras que lo separaban de su provisoria morada y, sin cenar, se acostó.
Había pasado el mediodía cuando despertó. Si algo le gustaba de ese tipo de hoteles, eso era la familiaridad en el trato.
Comió un trozo de carne y un poco de ensalada preparados a pedido por la dueña del lugar. Un cigarrillo y un café lo mantuvieron allí media hora más.
Al salir sintió la tranquilidad que le daban los lugares comunes. Aún cuando viajaba con frecuencia, se las arreglaba cada vez para acomodarse al ritmo de la ciudad donde se encontrase.
Caminó calle abajo con la intención de visitar el bar, pero lo encontró cerrado. Recorrió más detenidamente las calles por las que había pasado y compró una camisa.
Asomaba la luna cuando tomó el camino de regreso, feliz por haber descubierto un hermoso parque en cuyo centro había una gran fuente.
Llegó a tiempo para la cena: fideos con una exquisita salsa que comió complacido y, al finalizar repitió la sobremesa del almuerzo.
De regreso a su cuarto pasó por la recepción, donde vio registrándose a una hermosa mujer. Repasó un capítulo del libro que lo acompañaba hacía años y había leído repetidas veces, cepilló sus dientes mientras se criticaba por la poca importancia que daba a su aspecto, tomó un baño, se afeitó cuidadosamente y fue a dormir.
El sol del mediodía lo despertó. Bajó a pedir su tardío almuerzo. La señora de la casa accedió amablemente y se dio a la tarea.
Mientras esperaba sintió como nunca una presencia, que lo atraía con la fuerza de un planeta. Se trataba de la mujer que no se había detenido a observar la noche anterior. Sintió vergüenza de sí mismo al ver que tal imagen entraba al mismo y vulgar espacio en que se encontraba. La larga cabellera negra caía sobre sus pequeños hombros, enmarcando la cara de rasgos delicados: ojos verdes cual esmeraldas, labios finos de un tono rosado que resaltaba frente a la uniformidad de su blanca tez y una nariz prodigiosamente esculpida, que completaba la magnificencia de aquella vista.
Despertó de ese sueño al percibir el sonido del plato siendo apoyado sobre la mesa, y notó que la mujer ya no estaba allí.
Comió preguntándose si habría sido una alucinación.
Convencido de la imposibilidad de la existencia de belleza tal, terminó el café y el cigarrillo y se dispuso a ir al bar.
Lo encontró cerrado otra vez, y le molestó la falta de un cartel que informara el horario, o siquiera uno que dijera “Cerrado”.
De repente escuchó detrás suyo la voz más majestuosa que pudiera existir. Todo coro de ángeles era aplacado por ella. Con un tono suave, pero firme; fraternal, y a la vez de lo más sensual, le oyó decir “No abre sino hasta las 9”, y al voltear se encontró de nuevo con aquella visión de ensueño, pero esta vez bien seguro de estar despierto.
Al principio no supo qué decir. Al verlo tan sorprendido, ella comenzó la conversación que, junto a un paseo, se prolongó hasta entrada la noche.
Se despidieron en la recepción y todo volvió a la normalidad. Leyó otro capítulo de su libro, tomó un baño, cepillo sus dientes y se acostó.
Otro mediodía lo despertó. Esta vez el almuerzo fue acompañado por una charla y le supo a gloria. Al terminar, la mujer se disculpó diciendo que tenía asuntos pendientes y salió, mientras él no se afanaba por ocultar la tristeza que sus ojos confesaban al saberse separados.
Recorrió un poco más la ciudad. Fue a la playa y al puerto. Mojó sus pies en el agua, cuyo aroma a sal le recordaba a la que proclamaba para sí como su canción. “Qué grato sería compartir este momento con esa hermosa e inteligente dama”, pensaba.
Al volver notó la luz proveniente del bar, calle abajo. Se mudó de ropa y fue a conocerlo.
Dentro, en degradé, la luz casi cegadora de la entrada transmutaba poco a poco en oscuridad, hasta llegar a la mínima penumbra en el fondo. Sobre un costado se abría una puerta que comunicaba el espacio donde se encontraban las mesas con una suerte de discoteca, ambientada con luces rojas, una barra y sillones que rodeaban la pista de baile.
La curiosidad lo llevó a acercarse para echar un vistazo, y le agradeció profundamente al ver allí a la reina de sus sueños, cubierta por un halo carmesí, bailando el baile más sensual jamás visto, que incitaba el deseo más irrefrenable que pudiera haber tenido.
En un segundo se encontró bailando junto a ella, rodeando su delicada cintura con los grandes y robustos brazos, y hasta tuvo miedo de tocarla al verla pequeña y frágil. Sintió el roce de sus suaves manos, y aún el día de hoy su corazón se agita al recordar el calor de su cuerpo enfervorizado bailando hasta el amanecer.
Luego de acompañarla hasta la puerta de su cuarto, que se encontraba en la planta baja, se acostó con la certeza de rememorar en sueños la mágica noche que había vivido.
Se molestó consigo mismo al ver entrada la tarde cuando despertó. Corrió al comedor con la esperanza de encontrar recién levantada a su compañera de baile de la noche anterior. Pero él nunca creyó en las casualidades, y ésta no iba a ser la excepción.
Para calmarse se dirigió a las colinas. Allí recorrió un largo trecho. Aquí y allá cruzaba de vez en vez su camino con algún soñador que, como él, buscaba una vista que lo cautivase. Caminando llegó a un punto en que tan sólo un kilómetro de llanura separaba las colinas y el mar. Un lugar maravilloso, alejado, al sur de la ciudad. Y grande fue su sorpresa al notar que el mar había cavado con sus embates una pequeña bahía, defendida sólo por unas pocas rocas, en forma de pétalo. El agua arremetía con fuerza, pero tal magnífica visión lo llamó a acercarse hasta sentir en su cara el rocío de sal provocado por el furioso golpe de las olas.
Llegada la noche había olvidado su malhumor vespertino. En la hostería preguntó por la mujer, y como respuesta recibió un papel en el que se leía “Te estaré esperando”.
Sin preocuparse por la ropa que llevaba ni por el salobre olor que el agua marina había dejado sobre ésta y su cara, corrió calle abajo. Eran ya las 9.45, y es sabido que no se debe hacer esperar a una dama.
La encontró en la puerta del bar, mirando ansiosamente calle arriba. Le pareció ver su cara iluminarse al sonreír, aunque fuera más probable que las luces del lugar causaran tal efecto.
Al detenerse junto a ella le oyó decir “Es tarde ya. Ha pasado nuestra canción”, y sin emitir sonido se dejó comandar por aquel ángel, que había descendido para responder a media vida de plegarias, hasta su habitación.
Esa noche bailaron al compás de la pasión. Dos cuerpos encendidos como ardientes brasas produciendo chispazos de placer que harían ver al mismísimo Sol como un viejo foco que debe ser reemplazado. Esa noche se escuchó la sorda música de los gemidos y las respiraciones entrecortadas, sonando y callando al unísono. Una noche de esas que se llevan por siempre, y nunca se repiten.
El reloj marcaba exactamente las 12 del día cuando despertó sólo, con la extraña impresión de haber viajado en el tiempo. Sabía dónde y cuándo se encontraba, pero recordaba un viaje de su juventud, apañado por una familia pudiente, cuando vacacionó con amigos en Madrid, como festejo por haber finalizado sus estudios.
Abandonó la retrospección al caer en la cuenta de que se encontraba en un cuarto diferente del suyo. Por empezar, el no tenía reloj. Le causaba cierta molestia atarse a los designios de Cronos. ¡Cuánto se puede cambiar por una mujer! Además, esta habitación estaba metódicamente ordenada, y olía como el Paraíso. Por supuesto no creía haber estado allí, pero tenía la seguridad de que esa mujer le había regalado un experiencia, al menos, similar.
Encontró una mesa servida para dos en el comedor. Su ahora compañera de insomnes veladas esperaba sentada, con la misma calma que tenía en la puerta del bar.
“Duermes mucho”, le oyó decir al sentarse. “Dormiría mil vidas si fuera a tu lado, y otras mil permanecería despierto para observarte dormir”. El comentario la hizo sonreír, y ya no tuvo dudas de la luminosidad que irradiaba al hacerlo.
Almorzaron con tranquilidad. Cualquiera que hubiera escuchado sus voces diría que componían una melodía única, digna de ser oída. Tal era la calidez de la voz de ella, tal era la alegría que producía en él, que hasta su gruesa voz se dulcificaba.
Luego del café se disculpó, alegando nuevamente que tenía asuntos pendientes. Prometió antes de partir que lo esperaría en el bar y se despidió con un tierno beso.
Toda la tarde pensó en ella. Caminó por el vecindario y compró ropas para verse mejor esa noche. Prepararse le llevó más de lo pensado, por lo que llegó 10 minutos tarde. Ella lo esperaba, tan hermosa como siempre, y no pudo resistir el besarla.
Fue otra noche en el Paraíso. Bailaron durante horas, para luego fundirse en uno sólo.
La encontró en el comedor. Al igual que cada momento con ella, disfrutó como nada del almuerzo, hasta que las palabras volvieron a sonarle como una puerta que lo encerraba en una soledad de horas. Otra vez el beso, otra vez recorrer la ciudad. Otra vez el bar y el encuentro de sus cuerpos.
Durante el almuerzo del día siguiente la pidió que pasar esa tarde con él. Ella dudó, pero al ver la insistencia de sus ojos aceptó.
Había rentado un auto, y tenía planificado el recorrido. Al encender la radio sonaba su canción, y escucharla le hizo pensar que, hacía ya un par de días, había dejado de repetirla constantemente.
Se dirigieron primero a la playa, mojaron sus pies en el agua, pasaron por el puerto y luego partieron hacia las colinas. Al llegar recorrieron a pie el trecho que los se paraba de la pequeña bahía que él llamaba Pétalo de sal. Allí permanecieron hasta el atardecer, mientras el hombre creíase vencedor contra Zeus, quien, en su soberbia, lo había separado de ésta, su otra mitad, que ahora había encontrado.
Esa noche volvieron a entregarse a los placeres de la carne, como siempre o como nunca, según cuál de los dos lo dijera.
Durante el almuerzo el hombre confesó su amor, y ella se vio e el penoso deber de aclarar lo pasajero de la relación. No continuaron el tema, todo se repitió de acuerdo a la rutina, y ella se despidió dejando acongojado el corazón de su enamorado.
Al verla esa noche desapareció su tristeza, y se entregó con plenitud al placer que le brindaba su compañía.
Al día siguiente quiso retomar la conversación, pero recibió la misma respuesta.
Los días y las noches se repitieron. Intentaba cambiar el modo de parecer de la mujer y, ver su fracaso, sólo por costumbre de tener la última palabra, la despedía diciendo que si eso la hacía feliz estaba bien. Pero dentro lo consumía el deseo de asegurar su unión eterna.
Continuó recorriendo la ciudad, visitando la playa y su Pétalo de sal, hasta que conoció de memoria cada rincón.
Una mañana despertó antes que su compañera, y lo sorprendió el encontrar superada la belleza de su ángel despierta.
Ese día quiso plantear el tema desde otra perspectiva, y dijo “Perdona mi insistencia, pero me encuentro en la mitad de mi vida y tú eres la respuesta a las plegarias que he hecho durante toda ella. No es mi intención presionarte, pero con los años que he vivido me basta para saber qué es lo que quiero, y estoy seguro de que eso es pasar cada momento, de aquí en adelante, junto a ti”
La mujer no pudo contener la lágrima que rodó por su mejilla antes de responder “Has sido presa de un extraño encantamiento que aún no comprendo, y en el que otros han caído antes. Te aseguro que no soy lo que necesitas, tú sólo ves en mí lo que quieres ver. Por favor no volvamos a tratar el tema”
Cinco minutos más tarde se despedía, sin haber terminado de almorzar, y el hombre no intentaba disimular la tristeza que esas palabras le habían provocado.
Una tarde nublada amenazaba con arruinar todo plan nocturno. El firmamento parecía compartir su pesadez, mientras él sólo pensaba en esa dama que tanta felicidad le había dado, para luego quitársela en un instante, recordando su preferencia por los días nublados y fríos, cual mañana otoñal.
Quiso enmendar su error esa misma noche, y el cielo se dispuso a ayudarlo, dejando ver como nunca sus millones de estrellas y una luna grande y hermosa, preparada para iluminar el camino que llevase a los enamorados a encontrarse.
Llegó temprano, el bar no había abierto aún. Llevaba un ramo de las mejores rosas que encontró y una caja de bombones. Regalos bastante clásicos, pero no por eso faltos de ternura.
No sabía decir exactamente cuánto, pero fue mucho el tiempo que esperó. El bar se llenó de gente, mas nadie compartía la belleza de su eterno amor.
Finalmente vino a su mente la posibilidad de encontrarla en su habitación. El reloj de la recepción informaba la cercanía de la medianoche. Tocó a la puerta durante largo tiempo, mientras su esperanza decrecía, y al fin se rindió, pensando que estaría molesta por su insistencia.
De camino a su cuarto se cruzó con la buena mujer dueña del lugar, quien lo detuvo, informándole que un recado había sido dejado para él.
Sus ojos destellaron. Pensó que quizás ella lo esperaba en otro lugar. Pero al abrir el sobre sólo encontró palabras de despedida “Quisiera poder explicarte mis por qués. Espero algún día puedas olvidar a esta pobre pasajera de la vida que intentó darte algo de felicidad”.
Su mundo se derrumbó por completo. Con lágrimas en los ojos y una profunda herida en el corazón corrió por la ciudad. Maldijo al mar que acarició los pies de ambos, y a su Pétalo de sal, que tan feliz lo vio aquel atardecer.
De mañana, cansado y con una tristeza que se le hacía de mil vidas, volvió a la hostería, juntó sus pertenencias y se dispuso a volver a esa Buenos Aires que le parecía tan triste y gris como ahora veía ésta ciudad, donde ya nadie lo esperaba.
FIN